Por Kika Sureda
De la tragedia griega a la hoguera (IX): El eterno retorno de la (in)fidelidad
La literatura universal, ese vasto cosmos de pasiones, dilemas morales y caídas estrepitosas, ha explorado la condición humana desde tiempos inmemoriales. Desde las epopeyas homéricas hasta el realismo decimonónico, los autores del canon nos han ofrecido espejos donde mirarnos, reflejos de nuestras virtudes y, sobre todo, de nuestros vicios. Sin embargo, en pleno siglo XXI, con el canon revaluándose constantemente, ¿dónde encontramos hoy la quintaesencia del drama humano, el arquetipo de la traición y el honor mancillado? La respuesta no está en las polvorientas estanterías de una biblioteca, sino en el prime time televisivo: en la novena edición de La Isla de las Tentaciones.
Si bien los puristas de la academia fruncirán el ceño, un análisis superficial, aderezado con un gin-tonic y la dosis justa de sorna, revela paralelismos asombrosos entre las figuras inmortales de la ficción y los famosetes del reality caribeño. La telerrealidad no es sino la narrativa clásica del siglo XXI, solo que con menos hexámetros y más extensiones de pestañas.
Flaubert, Madame Bovary y la (otra) infidelidad de Mayeli
Tomemos el caso de Mayeli, una de las participantes de la actual edición, cuya confesión temprana de una infidelidad previa ha marcado el inicio de su arco dramático. Mayeli, con su sinceridad (¿calculada?) y su facilidad para justificar lo injustificable, no es una mera «chica mala» de televisión; es la reencarnación moderna de Emma Bovary, la célebre creación de Gustave Flaubert.
Emma, recordemos, es un alma insatisfecha, hastiada de la mediocridad de su vida provincial y de su aburrido esposo, el doctor Charles. Busca la pasión, el lujo y la emoción que ha leído en sus novelas románticas, y en su búsqueda de ese ideal inalcanzable, se enreda en una serie de aventuras extramatrimoniales que la llevan a la ruina moral y financiera. Su tragedia reside en su incapacidad para aceptar la realidad y su constante anhelo de algo más, algo mejor, aunque sea una quimera.
Mayeli, salvando las distancias económicas y la prosa sublime de Flaubert, comparte esa misma insatisfacción congénita y esa búsqueda de la evasión. Atrapada en el tedio de la monogamia con Álvaro, Mayeli no busca un baile con el vizconde, sino una noche de «fuego» con un tentador. Su «ruina», si bien no financiera, es pública o púbica y televisada, y su incapacidad para resistir a la «tentación» es un espejo burlesco de la debilidad humana que Flaubert diseccionó con bisturí de cirujano. Ambos, Emma y Mayeli, son víctimas de sus propias expectativas y de una moral elástica.
La diferencia fundamental es que mientras Flaubert necesitó quinientas páginas de prosa impecable para explorar el adulterio y sus consecuencias, Mayeli lo despachó en sus primeras horas en Villa Playa, con la frase lapidaria: «Fue una vez, estábamos enfadados». Un Baudelaire de pacotilla, sin duda.
El mito de Don Juan, reencarnado en la piscina
Ver La Isla de las Tentaciones es, en esencia, asistir a la enésima recreación del mito de Don Juan. No importa la edición, siempre hay un galán, un «tentador» o incluso un novio, que asume el papel del seductor impenitente, el coleccionista de conquistas que se jacta de su invencibilidad amorosa hasta que (quizás) es castigado por el Comendador (en este caso, la audiencia de Twitter o, en un giro narrativo, la propia Sandra Barneda, que castigó a los concursantes por la escapada de Gilbert).
Así, la literatura canónica sigue viva, mutando del papel couché al formato reality, demostrando que, más allá de la pátina cultural, los resortes que mueven al ser humano —el deseo, los celos, la lealtad y su ausencia— son tan antiguos como la Ilíada. Homero estaría orgulloso de la épica de algunas hogueras.